Si alguna vez sentiste que un error te cerró la puerta, aquí está el pasadizo secreto: reparar. No borra lo que pasó, pero puede convertir la herida en punto de encuentro.
Reparar no te quita autoridad; la vuelve creíble.
No se trata de dramatizar ni de justificar. Se trata de hacerte cargo, escuchar el impacto y cambiar algo concreto. Decir “levanté la voz y te asustaste” vale más que mil explicaciones. Luego, un gesto reparador: rehacer un plan con tu hijo, escribir lo que no pudiste decir, ofrecer un abrazo que sostenga.
Con los niños, la reparación se vuelve aprendizaje: bajarte a su altura, nombrar la emoción, sostener el límite sin herir. Con la pareja, un acuerdo para la próxima vez: una palabra clave, una pausa, un recordatorio en la nevera. La prevención también repara.
Evita los atajos que rompen el puente: “no fue para tanto”, “tuve un mal día”, “si tú no hubieras”. La culpa inmoviliza; la responsabilidad mueve. La pregunta guía es simple: ¿qué quiero cuidar en esta relación ahora mismo?
Reparar es una práctica, no un don. Empieza pequeño, repite, celebra lo que mejora. La confianza no nace de la perfección, sino de la presencia. Cuando elegimos reparar, el vínculo deja de depender del miedo y empieza a apoyarse en la verdad compartida.